jueves, octubre 07, 2004

Agua dulce, agua salada

paisaje de sal

Siempre acude la serenidad a mí mente cuando contemplo el mar. Siempre acude ese sentimiento en blanco, esa llanura de aguas pacificadoras y transparentes en las que me encantaría perderme. Siempre acude a mí la calma infinita y azul, llega ese momento estático en el que ni el globo terráqueo se atreve a rotar. De repente, todo para. Y la vida es, de pronto, una gran escultura de hielo que se derrite. Gota a gota, tiempo al tiempo, y al final del ciclo sólo quedará el vacío y agua. La vida, un inmenso océano de silencio y sal en las llagas. Cantos de sirena que anuncian un paraíso inexistente, la dodecafónica llamada del instinto vital traducida al ronroneo de las olas rompiéndose. Ese mar profundo que me atrae, ata su soga a mi cuello y yo no protesto. Ese mar inaprensible, escurridizo como el tiempo entre mis dedos, un inmenso vacío relleno de hidrógeno y oxígeno en proporción 2:1, es decir, ese mar que es nada y en el que nado y ando perdida.

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