Estábamos todos preparados para dar el salto, para formar parte de aquella absurda competición en la que nadie podría nadar porque en la piscina no había ni una gota de agua, estaba vacía, la piscina era un salto sin paracaídas hacia las tinieblas, la piscina ya no era una piscina, era un patio de luces de un edificio enorme, un edificio gris oscuro, con muchas plantas de idénticas ventanas opacas.
Entonces, abandoné mi posición de salida, pensé que el salto podría esperar y que era más urgente bajar a a las profundidades, buscar aquello que siempre se busca pero nunca se sabe lo que se busca. No me fui sola, me acompañaban unas pocas personas de las que no identifiqué sus caras a pesar de saber que las conocía. Marchamos de la piscina y nos adentramos por el enorme laberinto de pasillos, puertas, alfombras, todo era de color cemento, todo era demasiado oscuro. Empezamos a bajar por las escaleras, una planta tras otra pero todas eran iguales.
Cada vez estábamos más abajo, como si fuéramos mineros perdidos en una galería del centro de la tierra, había que encontrarlo como fuera pero nos esperaban para dar el salto. Seguimos descendiendo y atravesamos algunos pasillos, estábamos bastante confundidos y, entonces, notamos como empezaban a crecernos unas alas de ángel en la espalda. Nuestros cuerpos se elevaron y remontaron volando un piso tras otro, siempre hacia arriba como si una cuerda estirara nuestra cabeza, subimos y subimos hasta llegar otra vez a la superficie de la piscina.
Aún tenía la esperanza de poder participar en el salto aunque, en verdad, yo no quería hacerlo porque era una cosa indiferente para mí. Al llegar a la superficie, vi que ya habían saltado todos y que no me habían esperado, había perdido la oportunidad de participar en aquellas olimpiadas pero, a pesar del cierto disgusto, me alegré de no haber saltado. Aún no era el momento de saltar al vacío.